La primera, la inolvidable

El tipo era un principiante. Si bien ya se había dado el gusto de pescar algunos dorados con los pocos señuelos que tenía, con las taruchas se sentía en falta: clavar una era una cuestión pendiente en su vida, y no una cuestión menor, era una cuestión en la que se jugaba buena parte de su orgullo, porque al tipo la enfermedad de la pesca con señuelos se le había metido en el torrente sanguíneo y había tomado posesión de cada célula de su cuerpo. El tipo estaba enfermo y necesitaba una cura. El tipo tenía una necesidad existencial y sólo podía pensar en satisfacerla. Todo el día pensaba en pescar, y casi todo el día en pescar una tarucha, esa tarucha: la primera, la inolvidable.

El tipo era yo y ésta es la historia de una captura iniciática que me llevó luego a muchas más. Guardo en la memoria del celular una foto muy mala que no muestra el paisaje, ni el equipo de pesca, ni el señuelo, apenas si da una idea pobre de lo que fue ese momento por la expresión alelada y feliz de mi rostro; en cambio, conservo en mi memoria un montón de postales de esa experiencia. Con esas postales está hecha la historia que voy a contarles.

Imagínense en el laburo, con algún compañero de esos jodones que parlotean sin parar todo el día.

—¿Vos querés pescar? Yo te voy a llevar a un lugar donde vas a ver que pescás seguro. Y encima está acá nomás, a veinte minutos tenemos un arroyito que es una delicia. Haceme caso, papá, venite conmigo.

—Y buéh… si no hay más remedio…

—Mañana que tenemos franco te paso a buscar por tu casa después de comer y nos pasamos la tarde en este arroyito que digo yo. Llevá todo lo que tengas: las cañas, las líneas de fondo, de flote, carnada, señuelos, todo. Y el equipo de mate y unos bizcochitos también.

—Ah, tengo que llevar todo yo, ¿y vos?

—Yo pongo el auto y el lugar, papá, ¿qué más querés?

Al día siguiente a eso de las dos de la tarde, mi compañero de laburo, al que a partir de ahora llamaré Mandrake (sobrenombre que se ganó por su capacidad mágica para desaparecer ante cualquier situación incómoda en general producida por él mismo), me pasó a buscar en su Taunus ochentoso de motor rugiente y tuneados diversos (zafamos ahí nomás de las llamaradas pintadas sobre el capot). Cargamos los equipos de pesca y apenas salimos cumplió una parte de lo que había anunciado: en veinte minutos estábamos en un puente sobre un arroyito en una ruta marginal y desierta. No era un paisaje maravilloso, pero tampoco era hostil, era predecible: pampa, pastizales, vacas, montes de eucaliptos. El único toque pintoresco lo aportaba un viejo puente ferroviario en desuso, casi en ruinas, gracias a las sabias políticas de los líderes que supimos conseguir. Para completar la escena imagínense el clima: comienzos de octubre, un día ventoso con algunas nubes y una temperatura que rasguñaba los veinte grados pero no se decidía a ser primaveral.

La verdad es que yo no tenía muchas expectativas, y después de un rato esa desilusión previa se confirmó: ninguno de los dos tuvo ni un pique en tres horas, y eso que armamos cuatro cañas, dos con líneas de fondo encarnadas con lombriz para enganchar algún bagre y otras dos de flote encarnadas con salamín por si había alguna boguita dando vueltas por ahí, además de intentar con los mojarreros sin obtener tampoco ningún resultado. La idea era conseguir cualquier especie que nos sirviera luego de carnada para buscar taruchas. Recuerden que en ese momento yo era un principiante y en cambio Mandrake era un viejo pescador, así que yo me dediqué a imitar lo que hacía él. Como no armó su equipo de bait (en una salida anterior ya habíamos logrado pinchar algunos doradillos con artificiales en otro lugar), deduje que el arroyito no era un ámbito apropiado para pescar con señuelos y no intenté armar mi equipo de spinning. Lo que en realidad pasó, según me enteré después, fue que Mandrake se había olvidado su caja de señuelos y por eso en ningún momento mencionó siquiera la posibilidad de pescar así.

Mientras mateábamos, para matar el tiempo y de paso hacerle evidente el error de su elección del lugar, le pregunté si alguna vez había pescado algo en ese arroyo. Después de dar muchos rodeos e intentar mentirme (es muy fácil advertir si Mandrake miente porque sin darse cuenta imposta la voz con un tono más grave y supuestamente más convincente), tuvo que confesarme a regañadientes que había ido allí con su suegro dos veces y nunca habían pescado nada.

Ahí comprendí que debía olvidarme de pescar y que lo mejor de la tarde serían la tranquilidad del lugar, el sol apenas tibio y los mates bien calientes. Un picnic, no una salida de pesca. Y encima con un chabón, ni siquiera con una minita. Y para confirmar mi frustración con una imagen bien contundente de cuál era la función verdadera de aquel arroyito, en la orilla de enfrente paró una motito, se bajaron dos adolescentes (él con look rebelde, ella con uniforme de colegio de monjas y pollerita mucho más corta de lo que las reglas de la escuela debían permitir), tiraron una manta sobre el pasto y se pusieron a apretar delante nuestro. Yo miré a Mandrake y él me también miró. Sostuvimos el cruce de miradas hasta que nos ganaron las muecas de resignación.

—Menos mal que hay yerba, ¿no?

—Sí, decí que te conozco, si no ya hubiera pensado que me trajiste acá de puro maraca.

—No me jodas, decime si el lugar no está bueno… No entiendo cómo puede ser que no haya pique.

—Es raro, porque el arroyo tiene pinta, no hay mugre, hay buen caudal, el agua corre, algo vivo tendría que haber, pero fíjate que no pican ni las mojarras ni los bagres, como si no hubiera nada de nada…

Con lamentos de ese tipo y tratando de no mirar lo que pasaba en la orilla de enfrente nos pasamos el resto de la tarde. Cuando decidimos juntar las cosas porque estaba empezando a oscurecer, se me ocurrió que no podía irme sin probar el señuelo ranita que me había comprado unos días antes por recomendación de un amigo (“Si querés pescar tarariras tenés que encarnar con rana o usar un señuelo que parezca una rana, ése es el secreto”; en aquel momento me parecían palabras reveladoras así que me fui a la casa de pesca y me compré una ranita con hélice muy berreta que ni siquiera tenía marca; en mi ignorancia los otros señuelos me parecían carísimos e innecesarios). Armé el equipo de spinning y me puse a tirar al medio del arroyo para tomarle la mano al señuelo. Me llevó varios tiros ajustar la puntería porque la ranita era muy liviana y había viento de costado. Cuando más o menos pude lanzar como pretendía, cambié de lugar y tiré junto a los juncos que bordeaban la orilla, justo al costado de un árbol caído sobre el arroyo que paraba la corriente y formaba un remanso. Mientras recogía el primer lanzamiento sentí un tirón leve que no supe distinguir bien: me pareció más un enganche en algún junco sumergido que un pique. Al segundo lanzamiento tuve una parada brusca y seca que hasta me trabó el reel, por un segundo pensé que había enganchado la ranita en una rama bajo el agua y que no iba a poder sacarla nunca más, y de inmediato sentí el tirón hacia abajo y a un costado, como yendo hacia el medio del arroyo, que disparó mi adrenalina. Pegué el cañazo y empezó la pelea. O mejor dicho: pegué el cañazo y el tiempo y el espacio se volvieron otros.

Sólo un pescador sabe cuál es la conexión que se produce con el pique: de un lado está él, el pescador, del otro el pez intentando liberarse, y alrededor un ámbito natural que se convierte en una burbuja, un microcosmos que contiene únicamente el espacio y el tiempo de esa lucha y que se aísla del resto del universo. Sólo un pescador sabe que esa conexión justifica todo lo demás que lo llevó a estar ahí: los preparativos, los gastos, los viajes, el sacrificio. Un pescador no es una persona a la que le gusta pescar; un pescador es esa persona que experimenta plenitud cuando ingresa al microcosmos del pique; un pescador es un piquenauta, un navegante del océano emocional que el pique despierta en él, un surfista de la ola del pique. Así me sentí yo esa tarde.

El mundo desapareció excepto por la caña y el espacio de agua frente a mí, donde el pez trataba de escaparse haciendo zigzag mientras lo traía. Acostumbrado a los saltos de los dorados, me causaba inquietud no poder ver a mi contrincante que se debatía bajo el agua sin asomarse. La caña se curvaba y yo sentía la resistencia que oponía lo que fuera que hubiere prendido a mi humilde ranita genérica sin marca; evidentemente se trataba de un pez de buen porte que no iba a rendirse sin dar batalla. Mantuve la caña siempre en tensión, pero no pude recoger todo el tiempo por la fuerza que me oponía mi rival acuático, así que llegó un momento en que veía el monofilamento hundirse frente a mí casi en el medio del arroyo y debía pasar la caña de un lado al otro para mantenerla tensionada y contrarrestar cada zigzagueo bajo el agua. La violencia de la lucha me hacía estar casi seguro de que se trataba de una tarucha. Había estado tanto tiempo esperando vivir ese momento, que tuve miedo de que el pez se soltara. No se trata de una frase hecha: tuve miedo en serio, hasta se me puso la piel de gallina. Si ese bicho se escapaba, yo no iba a tener que enfrentar una derrota vulgar de la vida cotidiana, sino una enorme catarata de frustración acompañada de la uña negra y putrefacta del dedo índice de la desgracia señalándome por toda la eternidad. Así de mal me sentí mientras notaba que, en vez de traer mi presa hacia la costa, la estaba perdiendo en la profundidad del arroyo.

Pero esa nube siniestra oscureciendo mi destino era sólo el punto opuesto proporcional a la felicidad resplandeciente que empecé a experimentar a medida que fui comprendiendo cómo podía ganar la batalla. Retrocedí unos pasos y empecé a usar la caña y su potencia para traer hacia la orilla a ese adversario que aún no se había revelado. Fueron dos movimientos hacia atrás del brazo y la caña, con sus sucesivas ocasiones de recoger a toda velocidad, los que me permitieron sacar de lo más hondo del arroyo a mi oponente, para poder luego traerlo a las aguas poco profundas de la costa. Ahí empezó a dar coletazos y recién entonces pude confirmar que se trataba de una tararira de unos dos kilos que no dejó de luchar ni un instante y revolvió todo el barro de la orilla. Mientras la levantaba se desenganchó y alcancé justo a pegarle un manotazo, casi una piña, que la arrojó al pasto: ¡se me estaba escapando la tan anhelada primera tarucha de mi vida! No me importó causarle una lesión que volviera inútil la devolución posterior; ahora me resulta sencillo señalar lo mal que estuvo mi actitud y no volvería a golpear así a un pez, de hecho se me han escapado muchos en la orilla y a veces hasta me he puesto contento de no tener que desengancharlos (¡esas benditas jornadas en que hay tanto pique que desenganchar una tarucha es perder el tiempo de clavar otra!), pero ese día nada podía impedir que yo tuviera en mis manos por unos instantes esa captura. Era mía. Mía. Mi primera tarucha y de nadie más. Ese pez existía únicamente para que yo pudiera pescarlo: ésa era la ley que regía mi microcosmos.

Dejé la caña en el suelo, caminé dos pasos y levanté del pasto la tarucha. Recién ahí, con la captura en mis manos, me di cuenta de que mi amigo Mandrake me había estado hablando desde el pique y yo no había escuchado ni una sílaba de todas sus palabras. Me sacó la foto con el celular, esa foto que nombré al principio y que no cuenta nada de todo esto, esa foto que pueden ver debajo del punto final de esta historia, y después nos fuimos, él recebado con volver cuando hiciera más calor, y yo totalmente satisfecho, con la sensación de haber alcanzado uno de esos momentos que marcan la vida de un hombre.

De seguro a alguien que no sea pescador la frase le resultará pomposa o incluso ridícula. Pero no fue escrita para esas personas, fue escrita para esos locos que pescan con muñequitos, para piquenautas, para pescadores.

 

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13 Respuestas

  1. Verdaderamente una historia maravillosa, llena de detalles que te llenan la mente de imagenes y cargada de hermosos sentimientos por los que todos los pescadores hemos pasado y los señueleros aun mantenemos!!!!
    Fabuloso!!!!!

  2. G.I. Ramone dice:

    Gabriel, lo que mas me gusto de la historia es como logras transmitir esas postales que te van dejando los momentos vividos cuando uno pesca. Me siento un piquenauta, un gran abrazo! que sigan!

  3. diegoarg dice:

    Que buena historia Gaby… Como olvidarse de la 1era tarucha, es un momento que queda bien grabado. En mi caso tuve el gustazo de sacar mi primera reina en la primera salida que hicimos juntos. Son cosas que uno nunca se va a olvidar, y gracias al Dios Señuelero hemos podido compartir muchas jornadas, algunas de pescas muy buenas y otras de cero escamas, pero todas tuvieron un comun denominador: la buena onda.
    Por muchas aventuras mas!!!

  4. Unclewalter dice:

    Celebro que seas un Piquenauta, esa es para mí la verdadera emoción…la del pique, y queda grabada en nuestra memoria. La captura y la foto de la captura son otra historia, alimentan nuestro “ego” que lo tenemos desde luego, pero el disparador es “el pique”. Un auténtico relato de “la emoción”.
    Saludos…Walter

  5. telmo dice:

    Que buen relato Gabriel!….tarea nada fácil ponerle palabras a la pasión….

  6. sergio tamer dice:

    simplemente excelente relato!!!!!! volví a mi primera vez, en mi mente y en mis desesperadas manos volví a sentir ese saque que te arranca la caña de las manos, abrazo grande…… y, de nuevo, buenísimo el relato!!!!

  7. Era mía. Mía. Mi primera tarucha y de nadie más. Ese pez existía únicamente para que yo pudiera pescarlo: ésa era la ley que regía mi microcosmos.

  8. Daniel dice:

    Excelente relato!!
    Quien dijo que una imagen vale mas que mil palabras?

  9. gus dice:

    muy buen relato me atrapo y me recordo a mi primer tarucha

  10. Muelita dice:

    Excelente gabi, totalmente un relato increíble. Lo bueno de todo esto es que siempre queres mas y mas, es realmente como una droga. Abrazo grande!!!

  11. mudo dice:

    Crónicas de un señuelero, con todas las letras!!

  12. Bue-ní-si-mo! Excelente relato.

  13. Kind dice:

    Gracias a todos por el tiempo que le dedicaron a la lectura y por los comentarios. Buena vida y buena pesca!